El relato que sigue a continuación no es mio. Lo escribio mi hija Carmen hace 3 años, es decir, cuando tenía 15.
Cuando lo leo aun me maravilla la capacidad que tienen los adolescentes para transmitir todos sus sentimientos.
Gracias, Dios mío, por haberme dado estos dos tesoros que son mis hijas.
UN ÚLTIMO PERDÓN Valencia, 3 de diciembre de 1990
Querido Toni,
Te escribo esta carta porque sé que cuando tengas la edad suficiente para entender lo que quiero decirte, ya no estaré ahí, contigo, para hacerlo. Probablemente ni siquiera me recordarás. Absurda ilusión. ¿Cómo ibas a poder acordarte de mí? Eres ahora tan pequeño… Me gustaría que supieses que yo siempre te tendré en mente y pensaré en ti como esa dulce criatura que estrechaba entre mis brazos, oyendo su tranquila respiración mientras dormía, con sus brillantes ojos oscuros cerrados a un mundo de maldad e injusticia, con su pequeña manita cerrándose entorno a la yema de mi dedo. Ésa es la imagen de ti que me acompañará siempre, vaya donde vaya; no dudes de ello siquiera un momento.
El objeto de esta carta es contarte todo lo que yo sé de tus raíces, información que probablemente aún no conocerás.
Mi madre, tu abuela, se encargaba de cuidar de mí y los gemelos, mientras que tu abuelo trabajaba en un taller de coches. Aquel lugar me daba miedo, ya que había enormes máquinas capaces de alzar los vehículos por encima de nuestras cabezas y siempre creía que podrían caer, aplastándome bajo su peso. Además, el olor a aceite y gasolina me hería la nariz, impulsándome a salir de allí lo más rápido posible.
Aunque no nadábamos en la abundancia, no nos faltaba de nada. Éramos felices.
Pero entonces empezó la decadencia. Yo aún era una niña cuando el dueño del negocio murió, dejándoselo todo como herencia a una hija caprichosa que estaba casada con el dueño de una pequeña aunque próspera cadena de restaurantes. A la joven, el trabajo que su padre, junto con los demás mecánicos, había realizado le repugnaba. Mi madre decía que, al casarse con alguien de más alta posición social que aquélla a la que había pertenecido su familia, había comenzado a despreciar sus humildes orígenes. Por eso, aquella mujer lo vendió todo a un empresario que tenía en su poder otros talleres en la ciudad. El nuevo propietario llevó consigo sus propios técnicos y dejó así a todos los antiguos empleados sin trabajo, incluyendo a mi padre.
Sé que buscó casi con desesperación un empleo, pero resultó muy complicado, ya que su única especialidad eran los motores. Además, su edad suponía una grave desventaja. Así que fue mi madre la que tuvo que trabajar como asistenta para conseguir un penoso salario para sacarnos de la miseria.
La primera manifestación de nuestras penurias económicas fue la estricta dieta que todos tuvimos que seguir. Yo no sabía qué podía hacer para ayudar, ya que aún no tenía edad legal para poder trabajar, así que decidí ceder la mitad de mis raciones de comida a mis hermanos pequeños, porque ellos estaban en edad de crecimiento y necesitaban alimentarse más que yo. Algunas noches, debido al hambre, no podía dormir, por lo que me levantaba para pasearme por el pasillo. La puerta de la habitación de mis padres siempre estaba cerrada, pero aún así podía oírse, desde fuera, los llantos de mi madre.
Después de dos largos meses, mi padre consiguió un mísero empleo en el taller en el que había trabajado antes, tras haberse visto obligados a suplicar él y sus compañeros de todas las maneras posibles. Mi padre, que era un hombre orgulloso, quiso olvidar rápidamente la humillación que tuvo que pasar para conseguir el trabajo, por lo que no podíamos hablar de ello con nadie, aunque todos en el barrio lo sabían. Esta circunstancia enfadaba mucho a mi padre, que solía descargar su frustración gritándonos a mi madre, a mis hermanos y a mí. Los gemelos, quizás por ser más pequeños, recibían menos reprimendas que nosotras, que debíamos callar y esperar a que su furia se agotase.
Nuestra situación familiar empeoró notablemente; no obstante, con el dinero de los dos empleos, fuimos capaces de salir adelante y alimentarnos debidamente, por lo que dejé de despertarme por el hambre, pasearme y escuchar los llantos de mi madre, que seguían oyéndose a través de la puerta todas las noches.
En la escuela, mis compañeras de clase contaban con orgullo los maravillosos regalos que les hacían sus padres el día de su catorce cumpleaños. Yo, en cambio, a esa edad abandoné el colegio y me dediqué a lo mismo que mi madre: limpiaba en las casas de las familias más prósperas del barrio y cuidaba niños de vez en cuando.
Me resigné a mi nueva ocupación. Pensaba que de este modo podría conseguir un futuro mejor para mis hermanos, y así fue. Después de cuatro años, cuando cumplieron catorce, siguieron estudiando. Durante ese tiempo, mi padre había sido ascendido y su sueldo era suficiente para mantenernos a todos. Por ello, tu abuela dejó de trabajar para dedicarse de nuevo a la casa, ya que los crueles años y dos embarazos habían hecho mella en sus energías y tu abuelo prefería que permaneciese allí. Sin embargo, yo seguí trabajando. Pensé que era lo mejor que podía hacer, ya que había abandonado el colegio hacía varios años y no me sentía capaz de retomar mi formación. Además, así me sentía útil.
Tenía veintidós años cuando conocí al hombre que sería tu padre. Una tarde de verano salí para dar un paseo por la playa. Cuando creí que había caminado suficiente, me senté en un banco de piedra para observar el ocaso. Me gustaba mucho hacerlo. Era uno de esos placeres que me regalaba a mí misma cuando quería estar sola. Mientras miraba el sol fundirse con el agua, transformándose así en un mar dorado, soñaba que del corazón del océano salía un príncipe que, caminando sobre una estera de conchas sobre la arena, se acercaba a mí y me pedía que fuese con él a su palacio de nácar, donde podríamos vivir juntos y felices, donde no tendría que trabajar ni preocuparme por nada.
Ese día, el príncipe llegó. Era tal y como me lo había imaginado: su porte, alto y apuesto; su cabello oscuro enmarcaba un rostro moreno de rasgos perfectos; pude reconocer el océano en sus ojos, que, dependiendo de la luz, eran azules, grises o verdes. Aquel hombre era el más atractivo que jamás había visto.
Él se acercó y se sentó en el banco, a mi lado.
–Hola –me dijo y sonrió, mostrando dos filas de dientes blanquísimos –. Me llamo Antonio. ¿Y tú?
–Yo soy María –contesté mientras él me tendía la mano en forma de saludo. Yo se la estreché con timidez. Ésa fue la primera vez que le toqué. El tacto de su fuerte mano despertó en mí sensaciones que jamás había experimentado. Creo que él lo notó, porque su sonrisa se hizo aún más amplia y deslumbrante si cabe.
Charlamos un rato, me acompañó a casa y me prometió volver para salir otro día.
Una tarde tras otra venía a buscarme para que fuésemos juntos a ver la puesta de sol. No me importó compartir esos momentos que siempre había guardado para mí, ya que consideraba a Antonio una persona especial.
Después de unas semanas saliendo todos los días, mis padres quisieron conocer a aquél que habían comenzado a calificar de pretendiente. Él, por su parte, les deleitó con unos modales inmaculados y una cultura muy superior a la mía durante una cena en nuestra casa. Después de ello, le acompañé a la calle. Quizás debería darme vergüenza contarte cómo surgió nuestro primer beso, pero esta carta tiene el objeto de convertir a la madre que te tuvo en su vientre durante nueve meses y cuidó de ti durante tus primeras semanas de vida en alguien un poco menos ajeno a ti.
–Gracias por esta velada.
–De nada, te aseguro que he disfrutado por lo menos lo mismo que tus padres.
–He de reconocer que la cena me ha tenido muy preocupada, pero, al final, todo ha salido bien.
–Debes confiar más en mí. Yo nunca te pondría en evidencia –dijo acariciándome con dulzura la mejilla. Cerré los ojos para disfrutar de aquella embriagadora sensación.
Después de un momento, abrí la boca, pero ninguna palabra salió de ella.
Entonces Antonio, como si hubiese estado esperando toda la vida para hacerlo, posó sus labios sobre los míos, dándome el beso más dulce que jamás me habían dado.
–¿Quieres salir conmigo, oficialmente?
–Sí.
A partir de entonces, siempre caminábamos cogidos de la mano sobre la tibia arena y, de vez en cuando, Antonio me regalaba uno de esos besos que me dejaban sin respiración.
El año que salimos juntos fue el mejor de mi vida. Cada mañana, al despertarme, me decía cuál sería la recompensa por mi trabajo que obtendría al llegar la tarde. No importaba lo que hiciésemos, ya fuésemos a la playa o al cine, Antonio lograba hacerme sentir bien con sus continuas atenciones. Creí ser la mujer más afortunada del mundo.
Muchas veces me pregunté por qué un hombre tan culto, atento y cariñoso había elegido a una chica como yo entre todas las que estaban a su disposición. Estaba segura de que las niñas ricas que habían sido mis compañeras de clase años atrás se morirían de envidia de saber que era yo la novia del hombre más tierno de la tierra.
A mis padres les pareció un partido excelente, una oportunidad que no podía dejar pasar, decían. Pero entonces yo ya le quería con toda mi alma, y no hubiese dejado de hacerlo aunque me hubiesen dicho lo contrario. Así que me casé con él después de un maravilloso año de relaciones.
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