domingo, 3 de mayo de 2009

Día de la Madre

Este poema lo escribí como regalo del Día de la Madre cuando tenía 15 años. Han pasado muchos años desde entonces. Ella le tenía mucho cariño y hoy desde este humilde blog quiero volver a dedicárselo allá donde esté.

“Para ti, mamá, con todo mi amor, ése que ya no podrá corresponder a tanta dedicación y cariño como me entregaste”




Madre, en éste tu día
poeta quisiera ser,
y conseguir con mis versos
hacer el más lindo soneto
que se haya escrito a mujer.

Ser un lindo pajarillo,
colorín o ruiseñor,
y componer con mis trinos,
de mil gorjeos distintos
melodías con amor.

Ser la diáfana aurora
y mostrarte un mundo en paz.
Un soplo de fresca brisa,
o ser solo una sonrisa
que iluminara tu faz

Mas no soy poeta, ni brisa,
ni pájaro, sol ni sonrisa.
Entonces ¿Qué soy…?
Tan solo soy tu hija.

viernes, 17 de abril de 2009

Reflexiones

Hablando últimamente sobre los hijos con varias personas, nos encontrábamos ante la duda sobre si la educación que les estábamos ofreciendo era la correcta en este mundo de injusticias, sin apenas valores humanos, de egoísmo,… Al encontrarme hoy con estos pensamientos de mi hija Carmen me ha hecho pensar que, a pesar de todo, no lo estábamos haciendo tan mal.


Educación 2-11-08

La sostengo en mi mano; admiro la fruta, redonda, brillante. Observo el árbol que me la ha regalado y pienso agradecida en quienes escogieron este lugar para colocar la semilla; en la lluvia que sació la sed de la planta; en los pequeños animales que comieron de sus verdes hojas y habitaron en su copa, y que, sin saberlo, alimentaron sus raíces.
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Sonrío y acaricio la rama torcida que hizo que la fruta madura estuviera a mi alcance. Acerco el fruto a mi rostro y el aroma de frescura inunda mis pulmones. Tampoco debo olvidar al tiempo, que con su infinita paciencia ayudó a los brotes a crecer.
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Cuando creo que ya he recordado a todos, lo llevo a mis labios y lo beso antes de saborear su dulce cuerpo.
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Tras el primer bocado, sé que esas sólidas ramas son mis brazos y las hojas, mi cabello alborotado; sé que yo soy el árbol y es mi vida la fruta cuyo gusto me deleita. ¡Gracias a todos los que, de un modo u otro, lo han cultivado!
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Éste texto lo dedico a todos los que, de una manera o de otra, influyeron en mi carácter. Y no sólo me refiero a mi familia (Ana, mamá, papá, abu, abuela, abuelo,...) y a mis amigos, sino también a los que me han hecho daño, si bien a ellos no les guardo ningún cariño, ya que con su actitud me han hecho más fuerte .

sábado, 11 de abril de 2009

Un último perdón (y V)

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Toni dobló la carta, emborronada por sus propias lágrimas y levantó la mirada hacia la lápida, que rezaba:


María López
16-3-1966 4-12-1990


El chico, de apenas quince años, se giró hacia la mujer que había cuidado de él y a la que siempre había llamado su madre y le cogió la mano.


–Mamá, vamos a casa.


Antes de marcharse, dejaron delante de la tumba un ramo de flores junto a otro de gladiolos que allí se encontraba ya, marchito, suplicando un último perdón.


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Dedicado a todas las víctimas de la violencia de genero, para que sepan que no estan solas.

domingo, 5 de abril de 2009

Un último perdón (IV)

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En la comisaría, un agente me tomó declaración y me mandó a casa. No me supo decir cuándo tendría efecto. Fui a casa de tus abuelos, temiendo lo que haría tu padre en caso de que se enterase de lo que acababa de hacer. Allí, mi madre me abrazó y nos sentamos para charlar un rato. Me contó algunas de las intrigas que se contaban en el patio; me hizo sentir en casa de nuevo. Cuando llegó tu abuelo del trabajo, se quedó muy sorprendido por mi presencia, creo que casi estaba molesto. Le expliqué las razones por las que estaba allí, pero él no quiso escucharme y me obligó a volver con tu padre, asegurando que la culpa de las palizas era únicamente mía y que, por eso, debía asumir las consecuencias de mis actos.

Me marché a punto de llorar, consciente de que si Antonio se enteraba de que le había denunciado, acabaría conmigo y de que no tenía a nadie a quien recurrir. Temerosa, abrí la puerta. Por suerte, tu padre aún no estaba allí, sino que apareció al poco tiempo, con su acostumbrado ramo de flores.

Se disculpó diciendo que siempre había sido muy celoso y que, al no contestar, había pensado que yo le había engañado con otro.

–Mari, ahora estoy seguro de que no me has sido infiel. No sé cómo he podido pensar lo contrario. Por favor, perdóname. Cuidemos juntos de ese niño. Seamos una familia feliz.

–Sí –contesté yo sin convicción.

Al día siguiente, al volver él del trabajo se rompió el propósito que había expresado.

–Me he enterado de que ayer estuviste en la comisaría.

Negarlo no tenía sentido. Tampoco lo tenía confirmarlo, así que guardé silencio y esperé con impaciencia que comenzase una nueva paliza, pues los momentos más angustiosos son aquéllos en los que se es consciente del daño que se avecina y de que no se puede evitar.

Los golpes no tardaron en cernirse de nuevo sobre mi cuerpo. No me resistí a ellos, nunca lo hacía, sino que me resguardé el vientre con los brazos.

Esta vez, me sangraron la nariz y el labio y tuve moretones y rasguños en brazos y piernas. Cuando se cansó, se fue. Yo me levanté del suelo y acudí al cuarto de baño, donde guardaba el tan usado botiquín para curarme. Cuando hube acabado entré en mi habitación, saqué mi vestido de novia del armario, le quité su funda de plástico y lo extendí sobre la cama. Era tan bonito que no pude evitar que dos cálidas lágrimas se deslizasen silenciosas por mis mejillas. Aquél había sido el símbolo de lo que debería haber sido el comienzo de una vida feliz, pero al final ésta no había sido como esperaba, me estaba ahogando en lágrimas. Me tumbé junto al traje, de lado para poder mirarlo. Tomé una manga de finísima puntilla inmaculada en la mano. De repente, dos círculos húmedos y perfectos rompieron el puro blanco de la tela. A las lágrimas que acababan de caer las acompañaron muchas otras. Cuando ya no quedaron más en mis ojos, cerré los párpados, apoyé mi mejilla sobre el escote del vestido y, finalmente, me deshice de la tensión acumulada a causa de la iracunda presencia de Antonio. Las palizas de los dos últimos días habían resultado mucho más severas que otra que me hubiese propinado otro día cualquiera. No podía permitir que mi marido destruyese lo único bueno que había en mi vida, aunque también fuese una pequeña parte de él. No iba a consentir que te dañase, por lo que tomé la decisión más difícil de mi vida. Ahora, aunque lo lamento mucho más de lo que puedas imaginarte, no me arrepiento en absoluto, porque tú eres lo más importante para mí.

El resto de mi embarazo transcurrió más o menos apaciblemente, Antonio me dio algunas bofetadas, pero que no llegaron a causar nada más grave que un ojo morado.
El día siete de septiembre naciste tú y fue el mejor día de mi vida, superando con creces el de mi boda, ya que con el tiempo esos recuerdos dulces han ido amargándose, poco a poco, golpe a golpe.

Las contracciones comenzaron a las a las once y veinte de la mañana y rompí aguas una hora después. Entonces yo ya me encontraba en el hospital, atendida por unos médicos que me inspiraron una profunda confianza y acompañada por mi marido.
Naciste a las seis menos cuarto de la tarde el día siete de septiembre del año 1990 y pesaste tres kilos con ochocientos gramos. Cuando te depositaron en mis brazos dejé de sentir dolor, embargada por una profunda alegría.

–¡Hola! –te susurré y tú abriste los ojos y me miraste. Sé que aún no podías verme, pero el efecto que tuvo sobre mí lo que hiciste es indescriptible. Me acometió un optimismo que no había sentido desde hacía mucho y por un momento me olvidé de la promesa que me había hecho ocho meses atrás.

Pasé algunos días en observación en el hospital, sin otra cosa mejor que hacer que observarte mientras dormías. En realidad, no hay nada que me produzca más placer que verte dormir. Adoro ver tus ojos cerrados, tus redondeadas facciones relajadas y tu boquita esbozando una sonrisa.

Un mes después, te bautizamos. Tu padre se ha empeñado en ponerte su nombre: Antonio. A mí me parece un nombre demasiado grande para una cosita tan pequeña y tierna como eres tú, por eso prefiero llamarte Toni.

Ahora estoy llevando a cabo lo que me propuse. No dudes que te quiero más de lo que he querido nunca a nadie y me duele en el alma tener que separarme de ti, pero no puedo permitir que te ocurra nada. Esta casa no es un sitio seguro.

Desde hace algunos días tienes un virus que afecta tu tripita. Te duele por la noche y lloras. Yo me he levantado todas las noches para atenderte, pero ayer no dejabas de llorar. Tu padre se levantó enfadado de la cama y acudió a nuestro encuentro. A ti te lanzó dentro de la cuna y descargó su frustración conmigo. Me dio algunas bofetadas y puñetazos mientras tú llorabas. Me angustió más tu llanto que mi dolor físico y no quiero que pasemos otra vez por ese mal trago. Antonio no tardará mucho en servirse de golpes para acallarte y te quiero demasiado como para permitirlo, por eso voy a darte a un matrimonio para el que trabajé antes de casarme. Son buena gente y sé que cuidarán bien de ti. Tu nuevo papá trabaja como notario y tiene suficientes contactos como para conseguir la falsificación de tu partida de nacimiento. De modo que a partir de ahora eres legalmente su hijo. Las únicas condiciones que he puesto a tu adopción y que, estoy segura, cumplirán son que te den esta carta cuando crean que eres lo bastante mayor y que mantengas tu nombre, Toni, porque espero que seas un buen hombre en un futuro y que le procures una fama más noble que la que le ha atribuido tu padre.

Por favor, nunca olvides a tu madre, una mujer casada con un hombre que la maltrataba. Quiero que sepas que siempre te he querido y si te entregué a otros padres fue por amor.

Te deseo mucha suerte.

Te quiere,

Mamá

viernes, 3 de abril de 2009

Un último perdón (III)

...

Mi madre, como si hubiese sido capaz de detectarlo en la distancia, me llamó por teléfono. Me alegré mucho de oír su voz. Me contó que tus tíos tenían novia y que estaban estudiando en la facultad de Medicina. Habían vuelto a ascender a mi padre, por lo que, con ayuda de una beca, podían pagar los estudios de los gemelos. Me decía que la mayor parte del día estaba sola en la casa, por lo que me echaba mucho de menos.

–¿Cómo te va todo, Mari? –me preguntó. Sus palabras abrieron el dique que había construido alrededor de mi corazón, por lo que no pude evitar que un torrente de lágrimas saliese de mis ojos.

Ya que tu padre no estaba en casa, le conté todo lo relativo a su conducta violenta. Mi madre me escuchó en silencio hasta que acabé de hablar.

–No es sólo eso, mamá, estoy embarazada.

Ella guardó silencio un momento mientras pensaba lo que iba a decirme.

–Mari, cariño, no permitas que te vuelva a pegar. No hagas cosas que puedan enfadarle. Además, si es inteligente y quiere tener al niño, no lo hará más, ya que un mal golpe puede provocar un aborto. Probablemente, si es capaz de soportar nueve meses sin hacerte daño, después no volverá a hacerlo. Descubrirá que no es necesaria la violencia.

–¿Qué hago si me pega pese a estar embarazada?

–Denúnciale y márchate de casa. Siempre puedes venir a vivir con nosotros.

–Gracias, mamá.

–Cariño, te queremos.

Colgué el teléfono, pero aún me costó un rato dejar de llorar.
Después de unas horas llegó Antonio, cansado, como siempre. Esta vez no esperé a que me dijese nada.

–Amor, tengo que darte una buena noticia.

Él me miró a través de sus dos mares, intrigado.

–Estoy embarazada.

En lugar de alegrarse como yo había hecho, se quedó pensativo un momento.

–¿Seguro que es mío?

“Por supuesto” pensé, pero estaba tan desconcertada por la pregunta que de mis labios no salió palabra alguna. Antonio interpretó mi silencio como una duda, por lo que levantó la mano cerrada en un puño y la descargó sobre mí.

–Claro que es tuyo. ¿De quién iba a ser si no? –dije intentando protegerme el vientre con los brazos.

Pese a mis palabras, él no dejó de golpearme en la cara, en los brazos y en las piernas, pero no en el cuerpo. Por lo menos intentaba no dañarte.

–Esto es una pequeña muestra de lo que haré contigo si el niño no es mi hijo.

Cuando se hubo hartado de pegarme, se marchó, como hacía siempre.
Me dolía mucho la frente y sentía las extremidades muy pesadas. Me levanté con dificultad. Estaba mareada. Sentí un líquido cálido deslizándose lentamente por mi rostro. Marqué el número de emergencias antes de caer desvanecida.

Cuando me desperté estaba dentro de una ambulancia, camino al hospital. Me dijeron que no me preocupara, que sólo tenía una conmoción por el golpe, que cuando llegásemos a la clínica me coserían la brecha en la cabeza. Les expliqué con desesperación que estaba embarazada. Me contestaron que probablemente no había pasado nada con el bebé, que no sangraba. Me dolía demasiado la cabeza como para pensar con claridad.

Un rato después, cuando fui realmente consciente de lo que sucedía a mi alrededor, un enfermero me había curado la herida y me preguntaba cómo me lo había hecho.
¿Debía contárselo? Mi madre me había dicho que si me pegaba sabiendo que estaba encinta debería denunciarle. ¿Pero qué ocurriría conmigo si le decía a alguien que me maltrataba? No quería pensarlo. Probablemente ya no contuviese sus golpes y provocaría que abortase. No podía permitir que mi hijo muriera. Pero mi madre me había dicho…

–Ha sido mi marido.

–¿Su marido?

–Me pega normalmente, desde que nos casamos hace cinco meses. Quiero denunciarle.

El enfermero llamó a la policía para que viniesen con un coche para recogerme, ya que, según dijo, no debía andar mucho todavía.
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sábado, 28 de marzo de 2009

Un último perdón (II)

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Tu abuelo, que además de ser orgulloso también pecaba de fanfarronería, compró uno de los vestidos de novia más caros de la tienda. Decía que sólo tenía una hija y por eso la iba a casar con las mejores galas que la familia pudiese permitirse, aunque tanto mi madre como yo sabíamos que la razón por la que había derrochado una fortuna en un vestido que sólo me pondría una vez era porque no quería parecer inferior a la familia de su futuro yerno.

Mi madre, por su parte, estaba muy emocionada y no se hacía del todo a la idea de que su hijita se marchase de su lado para formar su propia familia. Ella es la persona que más he querido. Siempre estaba a mi lado para apoyarme en lo que le pidiese, mientras no contradijese las leyes que dictaba mi padre. Todos en casa teníamos miedo a sus enfados, por lo que nos sentimos muy aliviados cuando, a causa del compromiso, su humor mejoró y dejó de gritar durante semanas.

La boda fue un acontecimiento en que recuerdo a mis seres queridos con cariño: mi madre lloraba de emoción, mi padre lucía una sonrisa que hacía años que no veía y mis hermanos estaban muy guapos vestidos de etiqueta.

Tu abuelo me llevó hasta el altar cogida del brazo, donde Antonio me esperaba con la más brillante de sus sonrisas. Jamás le había encontrado tan atractivo como entonces: con un elegante traje negro que le hacía aún más alto. Sus ojos relucían como dos estrellas en la semipenumbra de la iglesia. Después de una preciosa misa con cánticos y velas, el sacerdote hizo que pronunciásemos nuestros votos.

Qué dulce sonó su voz cuando decía:

– María, yo vengo para ser tu marido según la ordenanza de Dios. Te tomo para ser mi esposa, para amarte de hoy en adelante. Yo prometo vivir contigo y cuidarte en enfermedad y en salud, proveyendo para tus necesidades, protegiéndote de todo peligro y rechazando a todas las demás mujeres, me mantendré puro para ti hasta que la muerte nos separe. Para sellar lo que te prometo, te doy este anillo.

Antonio deslizó un precioso anillo dorado en mi dedo. Éste que llevaré cada día de mi vida.

Yo pronuncié mis votos con voz trémula y le puse su alianza. Esperábamos anhelantes que el cura terminase la ceremonia con las palabras:

–Puede besar a su esposa.

Antonio me besó y como siempre que lo hacía sentí que me derretía.

El banquete fue muy agradable, todos sonreían y nos daban la enhorabuena. Yo no podía evitar reír de puro gozo.

Antonio aportó la casa, los muebles y el convite, mientras que yo al matrimonio no llevé mucho más que lo puesto: una maleta con mi ropa y los pocos objetos personales que había guardado de mi infancia. Éste fue uno de sus más recurridos ataques.

De luna de miel viajamos a París, un lugar que yo siempre había querido visitar, ya que, para mí, era el símbolo de los sueños que antes de conocer a mi marido se me habían antojado inalcanzables. Me sentí tan feliz visitando la Tour Eiffel con tu padre, cenando en una terraza a la luz de las velas…

Sin embargo, esa dicha no podía durar eternamente. Fue desapareciendo poco a poco como se marchitan las flores en los jarrones.

La primera vez que me pegó fue a los pocos días de volver de París. Comenzamos a discutir porque yo no había terminado de preparar la cena cuando él llegó a casa por la noche después del trabajo. Sorprendida como estaba por su cólera, no fui capaz de hacer nada más que disculparme continuamente. No consideraba la falta en absoluto suficiente para provocar una riña tan acalorada como aquélla. Cuando le dije lo que pensaba, me pegó una bofetada tal que me tiró al suelo.

–Aquí soy yo quien decide qué es importante y qué no lo es. Tú no eres nadie. Sin mí aún estarías barriendo casas –pronunció con manifiesto desprecio.

Entonces se marchó dando portazo, dejándome atónita, aún sentada donde había caído, con la mano cubriendo mi mejilla. La sentía muy caliente y me dolía. Me levanté y me fui al cuarto de baño para mirar lo que Antonio me había hecho. En mi cara había cinco líneas de color rojo encendido y mi rostro estaba empezando a hincharse.
Envolví una bolsa con hielo en una toalla y me la apoyé en el pómulo. Me senté en una banqueta en la cocina, muy confundida, y me puse a pensar en lo que debía hacer al respecto. Estaba tan sorprendida… No podía creer lo que acababa de ocurrir. Mi marido no sólo había convertido toda su ternura en enfado, sino que además me había golpeado.

Aproximadamente dos horas después, Antonio volvió con un ramo de margaritas. Me pidió perdón por lo que había hecho; me prometió no volverlo a hacer nunca más; me aseguró que me quería. No pude hacer otra cosa que creerle. Parecía realmente arrepentido y yo era incapaz de resistir la mirada suplicante que me lanzaban los dos océanos que tenía por ojos.

Le dije que sí, que le perdonaba, que le quería y él, como recompensa por mi compasión, me besó. Pero sus labios no me supieron tan dulces como antes.

La segunda vez, hizo que me sangrara el labio. En esta ocasión también se marchó. En su ausencia, me quedé sentada en un taburete, sin poder creer que había vuelto a hacer lo que me había prometido que jamás repetiría. Cuando volvió, con un ramo de claveles, mucho más bonito que el anterior, me suplicó misericordia y yo volví a perdonarle.

Así comenzó nuestra vida familiar. Cada vez que me pegaba me hacía más daño, pero siempre volvía arrepentido y yo quería creer que de veras sentía lo que había hecho y que no volvería a ponerme la mano encima. Rezaba por ello cada noche, pero siempre volvía a ocurrir.

Yo me culpaba por su cólera. Si me pegaba era porque yo cometía errores; si yo hubiese hecho las cosas bien, él no habría tenido razones para enfadarse y usar la violencia. Yo me merecía todo lo que me hacía.

Antonio no me permitía salir de casa más que para hacer la compra, por lo que no tenía amigas a las que contarles lo que me causaba una profunda angustia. Ni siquiera había conseguido mantener el contacto con mi familia.

El tiempo pasó y yo estaba aterrorizada. Sentía pavor cada vez que Antonio entraba en casa. Miraba que todo estuviese en su sitio, que no hubiese nada que pudiese molestarle. No me atrevía a decirle nada hasta que él me preguntaba alguna cosa, por si no le apetecía hablar. Entonces contestaba intentando demostrar un amor que se había congelado hacía mucho tiempo.

Después de unos meses de estar casados, me quedé embarazada de ti.
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martes, 24 de marzo de 2009

Un último perdón (I)

El relato que sigue a continuación no es mio. Lo escribio mi hija Carmen hace 3 años, es decir, cuando tenía 15.
Cuando lo leo aun me maravilla la capacidad que tienen los adolescentes para transmitir todos sus sentimientos.
Gracias, Dios mío, por haberme dado estos dos tesoros que son mis hijas.



UN ÚLTIMO PERDÓN


Valencia, 3 de diciembre de 1990


Querido Toni,
Te escribo esta carta porque sé que cuando tengas la edad suficiente para entender lo que quiero decirte, ya no estaré ahí, contigo, para hacerlo. Probablemente ni siquiera me recordarás. Absurda ilusión. ¿Cómo ibas a poder acordarte de mí? Eres ahora tan pequeño… Me gustaría que supieses que yo siempre te tendré en mente y pensaré en ti como esa dulce criatura que estrechaba entre mis brazos, oyendo su tranquila respiración mientras dormía, con sus brillantes ojos oscuros cerrados a un mundo de maldad e injusticia, con su pequeña manita cerrándose entorno a la yema de mi dedo. Ésa es la imagen de ti que me acompañará siempre, vaya donde vaya; no dudes de ello siquiera un momento.
El objeto de esta carta es contarte todo lo que yo sé de tus raíces, información que probablemente aún no conocerás.
Mi madre, tu abuela, se encargaba de cuidar de mí y los gemelos, mientras que tu abuelo trabajaba en un taller de coches. Aquel lugar me daba miedo, ya que había enormes máquinas capaces de alzar los vehículos por encima de nuestras cabezas y siempre creía que podrían caer, aplastándome bajo su peso. Además, el olor a aceite y gasolina me hería la nariz, impulsándome a salir de allí lo más rápido posible.
Aunque no nadábamos en la abundancia, no nos faltaba de nada. Éramos felices.
Pero entonces empezó la decadencia. Yo aún era una niña cuando el dueño del negocio murió, dejándoselo todo como herencia a una hija caprichosa que estaba casada con el dueño de una pequeña aunque próspera cadena de restaurantes. A la joven, el trabajo que su padre, junto con los demás mecánicos, había realizado le repugnaba. Mi madre decía que, al casarse con alguien de más alta posición social que aquélla a la que había pertenecido su familia, había comenzado a despreciar sus humildes orígenes. Por eso, aquella mujer lo vendió todo a un empresario que tenía en su poder otros talleres en la ciudad. El nuevo propietario llevó consigo sus propios técnicos y dejó así a todos los antiguos empleados sin trabajo, incluyendo a mi padre.
Sé que buscó casi con desesperación un empleo, pero resultó muy complicado, ya que su única especialidad eran los motores. Además, su edad suponía una grave desventaja. Así que fue mi madre la que tuvo que trabajar como asistenta para conseguir un penoso salario para sacarnos de la miseria.
La primera manifestación de nuestras penurias económicas fue la estricta dieta que todos tuvimos que seguir. Yo no sabía qué podía hacer para ayudar, ya que aún no tenía edad legal para poder trabajar, así que decidí ceder la mitad de mis raciones de comida a mis hermanos pequeños, porque ellos estaban en edad de crecimiento y necesitaban alimentarse más que yo. Algunas noches, debido al hambre, no podía dormir, por lo que me levantaba para pasearme por el pasillo. La puerta de la habitación de mis padres siempre estaba cerrada, pero aún así podía oírse, desde fuera, los llantos de mi madre.
Después de dos largos meses, mi padre consiguió un mísero empleo en el taller en el que había trabajado antes, tras haberse visto obligados a suplicar él y sus compañeros de todas las maneras posibles. Mi padre, que era un hombre orgulloso, quiso olvidar rápidamente la humillación que tuvo que pasar para conseguir el trabajo, por lo que no podíamos hablar de ello con nadie, aunque todos en el barrio lo sabían. Esta circunstancia enfadaba mucho a mi padre, que solía descargar su frustración gritándonos a mi madre, a mis hermanos y a mí. Los gemelos, quizás por ser más pequeños, recibían menos reprimendas que nosotras, que debíamos callar y esperar a que su furia se agotase.
Nuestra situación familiar empeoró notablemente; no obstante, con el dinero de los dos empleos, fuimos capaces de salir adelante y alimentarnos debidamente, por lo que dejé de despertarme por el hambre, pasearme y escuchar los llantos de mi madre, que seguían oyéndose a través de la puerta todas las noches.
En la escuela, mis compañeras de clase contaban con orgullo los maravillosos regalos que les hacían sus padres el día de su catorce cumpleaños. Yo, en cambio, a esa edad abandoné el colegio y me dediqué a lo mismo que mi madre: limpiaba en las casas de las familias más prósperas del barrio y cuidaba niños de vez en cuando.
Me resigné a mi nueva ocupación. Pensaba que de este modo podría conseguir un futuro mejor para mis hermanos, y así fue. Después de cuatro años, cuando cumplieron catorce, siguieron estudiando. Durante ese tiempo, mi padre había sido ascendido y su sueldo era suficiente para mantenernos a todos. Por ello, tu abuela dejó de trabajar para dedicarse de nuevo a la casa, ya que los crueles años y dos embarazos habían hecho mella en sus energías y tu abuelo prefería que permaneciese allí. Sin embargo, yo seguí trabajando. Pensé que era lo mejor que podía hacer, ya que había abandonado el colegio hacía varios años y no me sentía capaz de retomar mi formación. Además, así me sentía útil.
Tenía veintidós años cuando conocí al hombre que sería tu padre. Una tarde de verano salí para dar un paseo por la playa. Cuando creí que había caminado suficiente, me senté en un banco de piedra para observar el ocaso. Me gustaba mucho hacerlo. Era uno de esos placeres que me regalaba a mí misma cuando quería estar sola. Mientras miraba el sol fundirse con el agua, transformándose así en un mar dorado, soñaba que del corazón del océano salía un príncipe que, caminando sobre una estera de conchas sobre la arena, se acercaba a mí y me pedía que fuese con él a su palacio de nácar, donde podríamos vivir juntos y felices, donde no tendría que trabajar ni preocuparme por nada.
Ese día, el príncipe llegó. Era tal y como me lo había imaginado: su porte, alto y apuesto; su cabello oscuro enmarcaba un rostro moreno de rasgos perfectos; pude reconocer el océano en sus ojos, que, dependiendo de la luz, eran azules, grises o verdes. Aquel hombre era el más atractivo que jamás había visto.
Él se acercó y se sentó en el banco, a mi lado.
–Hola –me dijo y sonrió, mostrando dos filas de dientes blanquísimos –. Me llamo Antonio. ¿Y tú?
–Yo soy María –contesté mientras él me tendía la mano en forma de saludo. Yo se la estreché con timidez. Ésa fue la primera vez que le toqué. El tacto de su fuerte mano despertó en mí sensaciones que jamás había experimentado. Creo que él lo notó, porque su sonrisa se hizo aún más amplia y deslumbrante si cabe.
Charlamos un rato, me acompañó a casa y me prometió volver para salir otro día.
Una tarde tras otra venía a buscarme para que fuésemos juntos a ver la puesta de sol. No me importó compartir esos momentos que siempre había guardado para mí, ya que consideraba a Antonio una persona especial.
Después de unas semanas saliendo todos los días, mis padres quisieron conocer a aquél que habían comenzado a calificar de pretendiente. Él, por su parte, les deleitó con unos modales inmaculados y una cultura muy superior a la mía durante una cena en nuestra casa. Después de ello, le acompañé a la calle. Quizás debería darme vergüenza contarte cómo surgió nuestro primer beso, pero esta carta tiene el objeto de convertir a la madre que te tuvo en su vientre durante nueve meses y cuidó de ti durante tus primeras semanas de vida en alguien un poco menos ajeno a ti.
–Gracias por esta velada.
–De nada, te aseguro que he disfrutado por lo menos lo mismo que tus padres.
–He de reconocer que la cena me ha tenido muy preocupada, pero, al final, todo ha salido bien.
–Debes confiar más en mí. Yo nunca te pondría en evidencia –dijo acariciándome con dulzura la mejilla. Cerré los ojos para disfrutar de aquella embriagadora sensación.
Después de un momento, abrí la boca, pero ninguna palabra salió de ella.
Entonces Antonio, como si hubiese estado esperando toda la vida para hacerlo, posó sus labios sobre los míos, dándome el beso más dulce que jamás me habían dado.
–¿Quieres salir conmigo, oficialmente?
–Sí.
A partir de entonces, siempre caminábamos cogidos de la mano sobre la tibia arena y, de vez en cuando, Antonio me regalaba uno de esos besos que me dejaban sin respiración.
El año que salimos juntos fue el mejor de mi vida. Cada mañana, al despertarme, me decía cuál sería la recompensa por mi trabajo que obtendría al llegar la tarde. No importaba lo que hiciésemos, ya fuésemos a la playa o al cine, Antonio lograba hacerme sentir bien con sus continuas atenciones. Creí ser la mujer más afortunada del mundo.
Muchas veces me pregunté por qué un hombre tan culto, atento y cariñoso había elegido a una chica como yo entre todas las que estaban a su disposición. Estaba segura de que las niñas ricas que habían sido mis compañeras de clase años atrás se morirían de envidia de saber que era yo la novia del hombre más tierno de la tierra.
A mis padres les pareció un partido excelente, una oportunidad que no podía dejar pasar, decían. Pero entonces yo ya le quería con toda mi alma, y no hubiese dejado de hacerlo aunque me hubiesen dicho lo contrario. Así que me casé con él después de un maravilloso año de relaciones.
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