sábado, 28 de marzo de 2009

Un último perdón (II)

...

Tu abuelo, que además de ser orgulloso también pecaba de fanfarronería, compró uno de los vestidos de novia más caros de la tienda. Decía que sólo tenía una hija y por eso la iba a casar con las mejores galas que la familia pudiese permitirse, aunque tanto mi madre como yo sabíamos que la razón por la que había derrochado una fortuna en un vestido que sólo me pondría una vez era porque no quería parecer inferior a la familia de su futuro yerno.

Mi madre, por su parte, estaba muy emocionada y no se hacía del todo a la idea de que su hijita se marchase de su lado para formar su propia familia. Ella es la persona que más he querido. Siempre estaba a mi lado para apoyarme en lo que le pidiese, mientras no contradijese las leyes que dictaba mi padre. Todos en casa teníamos miedo a sus enfados, por lo que nos sentimos muy aliviados cuando, a causa del compromiso, su humor mejoró y dejó de gritar durante semanas.

La boda fue un acontecimiento en que recuerdo a mis seres queridos con cariño: mi madre lloraba de emoción, mi padre lucía una sonrisa que hacía años que no veía y mis hermanos estaban muy guapos vestidos de etiqueta.

Tu abuelo me llevó hasta el altar cogida del brazo, donde Antonio me esperaba con la más brillante de sus sonrisas. Jamás le había encontrado tan atractivo como entonces: con un elegante traje negro que le hacía aún más alto. Sus ojos relucían como dos estrellas en la semipenumbra de la iglesia. Después de una preciosa misa con cánticos y velas, el sacerdote hizo que pronunciásemos nuestros votos.

Qué dulce sonó su voz cuando decía:

– María, yo vengo para ser tu marido según la ordenanza de Dios. Te tomo para ser mi esposa, para amarte de hoy en adelante. Yo prometo vivir contigo y cuidarte en enfermedad y en salud, proveyendo para tus necesidades, protegiéndote de todo peligro y rechazando a todas las demás mujeres, me mantendré puro para ti hasta que la muerte nos separe. Para sellar lo que te prometo, te doy este anillo.

Antonio deslizó un precioso anillo dorado en mi dedo. Éste que llevaré cada día de mi vida.

Yo pronuncié mis votos con voz trémula y le puse su alianza. Esperábamos anhelantes que el cura terminase la ceremonia con las palabras:

–Puede besar a su esposa.

Antonio me besó y como siempre que lo hacía sentí que me derretía.

El banquete fue muy agradable, todos sonreían y nos daban la enhorabuena. Yo no podía evitar reír de puro gozo.

Antonio aportó la casa, los muebles y el convite, mientras que yo al matrimonio no llevé mucho más que lo puesto: una maleta con mi ropa y los pocos objetos personales que había guardado de mi infancia. Éste fue uno de sus más recurridos ataques.

De luna de miel viajamos a París, un lugar que yo siempre había querido visitar, ya que, para mí, era el símbolo de los sueños que antes de conocer a mi marido se me habían antojado inalcanzables. Me sentí tan feliz visitando la Tour Eiffel con tu padre, cenando en una terraza a la luz de las velas…

Sin embargo, esa dicha no podía durar eternamente. Fue desapareciendo poco a poco como se marchitan las flores en los jarrones.

La primera vez que me pegó fue a los pocos días de volver de París. Comenzamos a discutir porque yo no había terminado de preparar la cena cuando él llegó a casa por la noche después del trabajo. Sorprendida como estaba por su cólera, no fui capaz de hacer nada más que disculparme continuamente. No consideraba la falta en absoluto suficiente para provocar una riña tan acalorada como aquélla. Cuando le dije lo que pensaba, me pegó una bofetada tal que me tiró al suelo.

–Aquí soy yo quien decide qué es importante y qué no lo es. Tú no eres nadie. Sin mí aún estarías barriendo casas –pronunció con manifiesto desprecio.

Entonces se marchó dando portazo, dejándome atónita, aún sentada donde había caído, con la mano cubriendo mi mejilla. La sentía muy caliente y me dolía. Me levanté y me fui al cuarto de baño para mirar lo que Antonio me había hecho. En mi cara había cinco líneas de color rojo encendido y mi rostro estaba empezando a hincharse.
Envolví una bolsa con hielo en una toalla y me la apoyé en el pómulo. Me senté en una banqueta en la cocina, muy confundida, y me puse a pensar en lo que debía hacer al respecto. Estaba tan sorprendida… No podía creer lo que acababa de ocurrir. Mi marido no sólo había convertido toda su ternura en enfado, sino que además me había golpeado.

Aproximadamente dos horas después, Antonio volvió con un ramo de margaritas. Me pidió perdón por lo que había hecho; me prometió no volverlo a hacer nunca más; me aseguró que me quería. No pude hacer otra cosa que creerle. Parecía realmente arrepentido y yo era incapaz de resistir la mirada suplicante que me lanzaban los dos océanos que tenía por ojos.

Le dije que sí, que le perdonaba, que le quería y él, como recompensa por mi compasión, me besó. Pero sus labios no me supieron tan dulces como antes.

La segunda vez, hizo que me sangrara el labio. En esta ocasión también se marchó. En su ausencia, me quedé sentada en un taburete, sin poder creer que había vuelto a hacer lo que me había prometido que jamás repetiría. Cuando volvió, con un ramo de claveles, mucho más bonito que el anterior, me suplicó misericordia y yo volví a perdonarle.

Así comenzó nuestra vida familiar. Cada vez que me pegaba me hacía más daño, pero siempre volvía arrepentido y yo quería creer que de veras sentía lo que había hecho y que no volvería a ponerme la mano encima. Rezaba por ello cada noche, pero siempre volvía a ocurrir.

Yo me culpaba por su cólera. Si me pegaba era porque yo cometía errores; si yo hubiese hecho las cosas bien, él no habría tenido razones para enfadarse y usar la violencia. Yo me merecía todo lo que me hacía.

Antonio no me permitía salir de casa más que para hacer la compra, por lo que no tenía amigas a las que contarles lo que me causaba una profunda angustia. Ni siquiera había conseguido mantener el contacto con mi familia.

El tiempo pasó y yo estaba aterrorizada. Sentía pavor cada vez que Antonio entraba en casa. Miraba que todo estuviese en su sitio, que no hubiese nada que pudiese molestarle. No me atrevía a decirle nada hasta que él me preguntaba alguna cosa, por si no le apetecía hablar. Entonces contestaba intentando demostrar un amor que se había congelado hacía mucho tiempo.

Después de unos meses de estar casados, me quedé embarazada de ti.
...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

 
Plantilla creada por laeulalia basada en la minima de blogger.